La estación de las mujeres, de Carla Guelfenbein. [Comentario]

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Por Maori Pérez.

He leído dos críticas a La estación de las mujeres, la de Patricia Espinosa, antes de leerlo, y la de Juan Manuel Vial, después de leerlo. Una le achacaba algo de brillo al fondo del pozo séptico, y el otro se preguntaba qué necesidad podría tener la autora de esta y una cantidad de novelas anteriores de pasarse del best seller a la alta cultura, mofándose, especialmente, cuando Guelfenbein da coletazos de poner en tela de juicio esta misma política (y, se entiende, no saliendo muy airosa a los ojos de Vial). Tampoco me he dedicado por entero al tipo de libros que caen bajo la etiqueta que sucede pero también precede a una autora que ha logrado vender muchos. Con ese prejuicio muy arraigado en mi juventud, no pude pasar de la primera página del viaje en tren ofrecido por un narrador del norte de Chile, ni del velador de un hospital en donde agonizaba la hija de Isabel Allende.

Encontré mis excusas, excusas siempre va a haber, especialmente cuando hay tanto por leer y tantos que leen lo mismo, como si la intimidad de la lectura no cayera precisamente en descubrir a otra persona, descubrir a un autor, leer y escuchar a alguien que no habla ni escribe para nadie más y terminar siendo un lector distinto. Cuando te dicen que Carla Guelfenbein es best seller, en el fondo te están advirtiendo de que te aprontas a lo mismo que una tele. ¿Es ver tele algo malo? Ser sociable, sociabilizar, ¿es negativo, debiera evitarse? A veces, sí. Hay momentos en que es menester separarse de todo lo social, aunque sea para pegar los mismos cabezasos contra la pared que durante una noche de viernes visitando a Morandé con Compañía. Son los mismos intentos inútiles, los mismos tiempos malgastados, pero la intención y los materiales que componen a una intención son otros.

En lo que respecta a La estación de las mujeres, me gustaría decir antes que a partir de cierto punto de mi experiencia como lector he aprendido a agarrar los best seller desde alguna parte. Y esa parte es Haruki Murakami. Lo empecé a leer como al autor de novelas de una importante editorial, candidato eterno al Nóbel, y, sobre todo, un escritor liviano. Y me encontré con un autor que me relajaba, pintoresco, tal vez, y fantástico. Lo sentí de ese modo después de leer una cantidad no menor de sus obras, pero eso abrió la posibilidad de adquirir el gusto por los libros livianos, cosa que no me habría permitido a la edad de 19. Carla Guelfenbein, con esto en consideración, no podría ser una autora que tiene que caer, pese o no pese, y aunque no le pese a nadie ni vaya a caer sobre nadie que lo merezca. Sin duda, gran parte de la Estación de las mujeres, podría haber sido escrita con mejor manejo de las voces, con frases mejor bronceadas, uniendo o desuniendo los distintos ramajes, y dando la sensación, como en los autores que sí merecen respeto o admiración, de haberse adentrado en territorios pantanosos y sobrevivir por y para escribirlo. Pero tampoco es menos que un libro, y por eso destaco lo pintoresco de Murakami, porque cualquiera que no viva acá, un japonés, por ejemplo, podría tomar este libro de Guelfenbein y decir “esto es Chile”.

Recuerdo tardes noches con mi papá viendo películas extranjeras, y amaneceres de resaca escuchándolo hablar de Chile. Los chilenos somos de acá, pero también somos extranjeros respecto del mundo. ¿Y qué es Francia, qué es España, o, por su lado, que es Chile para un español o un francés? Una película, una novela. Y si está escrita sin demasiada dificultad, y el mercado vuelve accesible a la obra, los países terminan siendo eso, una novela liviana, que supera la simple tolerancia, que se vuelve atractiva, porque el mercado estima que así se puede ir publicando, ejemplar tras ejemplar, a un país en
el mundo.


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