Los miserables, de Víctor Hugo.

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El mamotreto (Los miserables, de Víctor Hugo) tiene básicamente tres partes. Una es la historia de Jean Valjean, alias monsieur Madeleine, que sirve de metáfora para el contexto histórico en el que se inscribe este clásico, y que según cuentan le costó el exilio a Víctor Hugo (el contexto, aunque tal vez que el libro lo mismo). Después sabemos que hay subtramas, las de los personajes secundarios, y si bien hay una cosa medio blanquinegra en el tratamiento moral de estos, tampoco vamos a negar que se los describe minuciosamente y no podemos decir que se les presta menos atención que al protagonista. Y una tercera parte, muy curiosa, por cierto, es la que llamaremos de escritorio noble, por esa escena tan repetida en el cine de pelucas blancas y plumas entintadas, en la que el noble se sienta ante su escritorio y reflexiona en el papel sobre las precariedades de un reino y sus propias ambiciones y condenas. El autor de Los Miserables dedica por lo menos un tercio del libro a hablar de Francia, de sus guerras, de su clase alta, de sus barrios, de su gente… ¡Hasta de sus cañerías! Y es muy curioso porque, si bien es una herramienta que sirve para situar la trama de la novela, deja al autor como a un estudiante que improvisa y “mulea”, sí, con un lenguaje emperifollado, y tampoco es un trabajo literario menor el que se sepa describir inclusive cómo funcionan las cloacas de París. En total, se cuentan estas tres cosas con el protagonista como centro, para dar una lección de bondad más allá del extremo de la ley. Los capítulos vienen numerados, las escenas tienen título, y se habla de libros (libro 1, libro 2, libro 3) con los capítulos más grandes, lo que da cuentas de una obra literaria tal vez no muy experimental pero sobreviviente.

Cosas maravillosas. El libro parte desde antes del principio, es decir, no parte con Jean Valjean o muy adelante en su historia, sino que primero conocemos a un personaje secundario, un cura muy bueno y con excelentes estrategias, lo que más tarde desembocará en la trama de Jean Valjean. He visto este recurso también en Los Simpsons y lo admiro muchísimo. Casi tanto como admiro literaturas como la de Lemebel o Cortázar, en las que la cosa parte tarde, se empieza a contar la historia insinuando que la historia ya lleva un par de capítulos saltados, a sabiendas, quizás, de que a los clásicos actuales se los comenta demasiado, sus obras son de categoría en más de un sentido, y así el relato siempre está fresco en la lectura no importando los prejuicios o el resumen de Rincón del Vago. También se le agradece a Víctor Hugo sentar las bases de nuestras mejores teleseries en Chile, porque en Los Miserables, los buenos son más buenos que la baguette. Y los malos serán genios matemáticos, porque han descubierto que, al menos en lo que respecta a números negativos, hay un punto último en una escala finita; son malísimos y no podrían ser peores. Cabe hacer una comparación entre el libro y la película en más de un detalle, pero quisiera recalcar la brutalidad de lo escrito en comparación con lo filmado. Mientras que en el film, la cosa es la miseria pero apta para todo espectador, la crueldad sin nombre del libro… Faustine que se queda sin dientes (porque hace que se los saquen, y los vende, y más tarde tiene la muerte más patética), el trato que recibe inicialmente Cosette, el suicidio de Javert, las viles estrategias de la gente deshonrada pero además con la voluntad de Dios en su contra.

Es un libro largo, también, y con la letra diminuta, pero se hace mucho más llevadero que otras obras largas e imposibles, como La broma infinita, y es más difícil perderse porque, dentro de todo, está escrito en simple y en reflexionado, sin por ello ser aburrido ni vacío. Supongo que su única desgracia, dentro de todo, es que se trata de una novela profundamente mecánica, como las hay todavía hoy, en que no importa mucho la familiaridad con escenarios, personajes e historias, sino sobre todo sorprender y hacer fábula. Después de su lectura, por lo menos un par de semanas de descanso, y luego leer a algún japonés. Y, particularmente, no olvidar quitarse la peluca después de hacer un comentar.

 

Por Maori Pérez.

Categorías: Libros

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